12 de marzo de 2013

Hace mucho tiempo que no estaba asustada tanto tiempo. No hablo del susto pavo ese cuando ves un zombie que se va a comer al protagonista, ni siquiera de ese miedo mezclado con incertidumbre que puede aparecer si hay rumores de cambios en el trabajo. Esto es una sensación que ya convive conmigo, desde hace unos cuantos meses, que no me deja dormir hasta las 2 de la mañana e incluso a esa hora ocupa la mitad de mi cerebro.  En junio del año pasado mi hermano más chico fue internado de urgencia con fallas de todo tipo y color derivadas de una diabetes mal controlada. Después de una semana y media en terapia intensiva y un tiempo parecido en una habitación le dieron de alta con una nueva obligación: diálisis 3 veces por semana.
Y como la diabetes es una enfermedad muy chota, que jode todo junto, hace 9 meses que nos turnamos para llevarlo a consultas con el oculista (no ve a 5 cm de distancia), con los médicos que harán el trasplante, con el dentista, el podologo, con la psicóloga  9 meses que hablamos con el nefrologo, con los diferentes directivos de la obra social para que cubran lo que exige la ley, con la gente del INCUCAI... 9 meses que no nos despegamos ni un segundo del tema, del miedo, de la posibilidad de trasplante y todos sus riesgos.
Y una no quiere hacerle el relato largo de médicos y situaciones a los amigos cada vez que se ven, una no puede contarle todas las cosas que lee y piensa a una madre que no duerme si no es con pastillas, una no puede decirle a su novio que está triste y asustada gran parte del tiempo, inclusive cuando se abraza a él. Y una no puede ,y no quiere, porque busca un descanso del monologo de la salud, de los despioles, de toda la seguidilla de médicos y miedos.